Era de madrugada. No podía conciliar el sueño a pesar de estar totalmente agotado. Se había pasado todo el día buscando trabajo y por más que esperó en veinte interminables colas, para procurar otras tantas entrevistas, regresaba otra vez a su casa con las manos vacías.
Observó, entre tinieblas, el pecho agitado de su mujer dormida, la cama de una plaza donde descansaban los rostros demacrados de sus pequeños hijos, y el crucifijo que colgaba encima de su respaldo. Quiso pensar en Dios, pero la imagen de una mesa vacía de alimentos, desplazaba cualquier posibilidad de meditación.
Lamentó por no tener pilas para su vieja radio portátil y entonces, para seguir sustentando su incomprensible insomnio, encendió el antiguo velador de su mesita de luz y extrajo, de su cajón, las facturas de servicios impagos y vencidos. Le debía a tanta gente que lo había sacado del apuro, que ya no sabía a quien recurrir. Y posando sus ojos en una estampita de San Cayetano, se prometió ir a la iglesia al día siguiente.
Cuando ingresó a la basílica comenzó a contemplar los cuadros, las imágenes de los santos, y el altar principal, revestidos de oro laminado y gemas valiosas en cada una de las vestimentas que cubrían aquellos cuerpos inmóviles y expectantes. Se le ocurrió que, con algunos de esos objetos sacralizados, podría resolver el problema que acuciaba a su familia, pero se sintió infame por haber pensado tal cosa, que lo desnaturalizaba de su dignidad y hombría.
Apoyó sus rodillas en una caja de madera labrada, y sin ver el rostro de su interlocutor confesó aquel pecado de codicia que había pasado por su mente.
El sacerdote, luego de escucharlo, lo perdonó a cambio de cinco Padre Nuestro y diez Ave María.
Hoy, en esta nueva madrugada, este hombre, que ha vuelto a regresar a su casa, sin trabajo y con las manos vacías, sentado en una mesa ausente de alimentos contempla el ingreso de los primeros rayos del sol, por su ventana, mientras reza la penitencia encomendada que lo resarza del perdón por su pecado.
Sólo, la fuerte tos de uno de sus hijos, suele interrumpirlo, transitando sus suelas desgastadas hacia el cuarto, donde alberga, la esperanza del mañana.