El 8 de Diciembre de 2001, partimos, como todas las semanas, a entregar alimentos a aquellos que pernoctan, limosnean o están abandonados en las calles del barrio de Belgrano. Esta es una tarea a la que nos hemos convocado algunas pocas personas, haciendo en nuestras casas algunos sandwiches que son distribuidos todos los viernes y sábado a la medianoche.
Mientras cruzábamos la avenida Juramento hacia las puertas del templo dónde suelen encontrarse la mayoría de los carecientes, vimos un árbol iluminado con focos de colores que motivaba el espíritu navideño y confirmaba la conmemoración de la festividad de la Inmaculada Concepción.
Cuando hablamos con los que estaban acostados en el piso de las afueras de la Iglesia, nos informaron que al costado de la misma se estaba realizando una reunión programada por la curia y que consistía en convocar a los feligreses “parroquiables” que pudieran abonar dos pesos por la entrada y que les daba el beneficio de alimentarse a tenedor libre y compartir el regocijo de este ágape mariano.
Algunos de los individuos afectados por la injusta pobreza habían ido a pedir alimentos para mitigar su hambre. El sacerdote a cargo del predio parroquial solamente le dio a uno de ellos, dado que es un ayudante utilizado, gratuitamente, para quehaceres de limpieza de veredas. El resto fue ignorado.
Al enterarme de lo ocurrido me dirigí al lugar, custodiado por dos policías, y pedí hablar con alguien que fuera de la asociación cristiana o de la acción católica. Me salió al paso este representante de cristo sobre la tierra y se produjo el siguiente diálogo:
-Padre, por qué no pueden comer las personas que están durmiendo en las puertas del templo al que usted pertenece? – pregunté.
-Porque yo selecciono a las personas – me respondió.
-Sin embargo le recuerdo, dado que sostengo la filosofía salesiana, que Jesús no discriminaba y siempre enseñó dar a quienes más lo necesitaran – insistí.
-Eso nos llevaría a una larga discusión y en este momento estoy ocupado – me dijo con un gran dejo de soberbia.
-Entonces usted es un representante más de los mercaderes de la fe – concluí
diciendo.
-Piénselo como mejor le parezca – terminó expresando y dándome las espaldas.
Me volví hacia la entrada, pudiendo observar la vergüenza reflejada en los rostros de los representantes del orden, asintiendo brevemente con un gesto de resignación.
Y mientras retorné a repartir los escasos emparedados que aún me quedaban, recordé:
'A estos doce envió Jesús, y les dio instrucciones, diciendo: “Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado.
Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia. No proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón; porque el obrero es digno de su alimento. Mas en cualquier ciudad o aldea donde entréis, informaos quien en ella sea digno, y posad allí hasta que salgáis. Y al entrar en la casa, saludadla. Y si la casa fuere digna, vuestra paz vendrá sobre ella; mas si no fuere digna, vuestra paz se volverá a vosotros. Y si alguno no os recibiere, ni oyere vuestra palabras, salid de aquella casa o ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies.
De cierto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma y de Gomorra, que para aquella ciudad'.
(Mateo Capítulo 10 versículos del 5º al 15º)