En política, no hace falta criar cuervos ni atestarse de mentiras para alcanzar merecimiento. Solamente se requiere de pequeñas dosis de olvido, una conversación de alcoba y la elucubración complotada en pasos perdidos. La traición es lo que sustenta al poder y eso se consolida con el ejemplo de los maestros. Don Carlos le enseñó a Don Eduardo y éste al dilecto conejo sucesor sacado de su enorme sombrero. Luego, el juramento de la omertá delegó repartijas, teniendo a los mejores de cada padrinazgo ejerciendo funciones de encomienda. La independa razón de la patria, únicamente se sostiene en fecha, mientras el contubernio propone asesinatos de Corleones que nunca llegan a morirse. Los unos y los mismos detentan la potestad del pueblo esclavizado, quien dirimirá – obligatoriamente - su hartazgo en amplia boleta de nombres convenidos, sin posibilidad de cambiar el curso de los acontecimientos. Los rehenes dependientes de la esgrima partidocrática, cambiarán mendrugo por sufragio, es decir, pobreza a cambio de indigencia. Más tarde, sobrevendrán los discursos triunfales, extractados de la nube coprohumífera que otorga el delirio y la vanidad de la ceguera. Son los términos de una realidad ineluctable, precipitante consecuencia de un estilo de ejercicio seudodemocrático que prioriza el despojo y la canallesca hegemonía de un país sin rumbo.