Su pasado volatinero y los escarpados tránsitos acometidos, desaceleraron su altivez y las persuasivas ambiciones. En medio de un prado cercado de alerces que lindaba con el acuífero lecho del dorado, construyó su cabaña, lugar elegido donde pasar el resto de sus días.
Aprovechaba cada resquicio de alborada, montando su mirada a los incipientes destellos rojizos, escudriñando cada centímetro de verdor agreste, tratando de encontrar algo que le fuera nuevo o carente de memoria asociativa.
Tal vez fuera esa necesidad de crear, que suele acompañar al sentido de trascendencia.
Cerca del mediodía, sentado en una reposera de mimbre, observaba las jaulas abiertas que había colocado para los pájaros, atestadas de variados granos capaces de hacer olvidar cualquier temor concebido por el más desconfiado ser alado.
Las aves iban llegando de a poco, permitiéndole descubrir especies maravillosas de nombres para él desconocidos. En ese caso se le ocurrió bautizarlas por el color del plumaje.
Al principio, el convite no era abordado con la celeridad imaginada. Luego comprendió que únicamente él sabía que no se trataba de una trampa. Fue entonces que abandonó, por primera vez, la subestimación racional de entidad superior.
Las rojas y marrones preferían la cebada. Las verdes y grises picoteaban la alfalfa. Las lilas y rosas buscaban la soja, aunque la mayoría abordaba las semillas de trigo.
Solamente el negro lo miraba fijo y acercándose despacio saltaba a su mano devorando aquel resto de alimento que aún en ella guardaba.
Durante la siesta y a las horas del crepúsculo, una sombra dejaba su tic tac en la ventana. Él acudía presuroso con el afán de percibir al dueño de ese gesto. Pero nunca sus ojos lograron atraparlo.
Durante un gélido atardecer invernal, se dio cuenta que su escarpada alma dejó de ejercer el sosiego. Viendo la posibilidad de ser abandonado por ella, se sentó en su vieja reposera de mimbre esperando partir. Y a medida que su pestañear se iba aquietando, dos motas encendidas lo estaban mirando. Sintió el impacto como si un proyectil atravesara su gabardina. Luego, todo se detuvo.
Al día siguiente, un breve cortejo acompañó los restos del volatinero a féretro abierto, para que los pájaros brindaran su adiós definitivo a aquel ser que por corazón tuviera a un tordo dormido.